Cuando la vida se mide en votos

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Poco a poco se ha ido derrumbando la idea de que, ante la crisis más grande de las últimas décadas, la humanidad cambiaría.

Quienes creían que de pronto surgirían nuevos lazos de solidaridad colectiva para combatir todas las desgracias del sistema -maximizadas ante la luz de los eventos de este año- ahora se dan cuenta de que las estructuras de opresión y despojo de la vida han ganado terreno en los últimos meses, encontrando nuevas formas de joder a la mayor parte de la población en una nueva normalidad caracterizada por la virtualización de los medios de vida y por la fetichización de los cubrebocas.

En México, el cuadro es trágico. El crimen organizado está más organizado que nunca y las instituciones de seguridad tan perdidas como siempre. Cientos de empresas despiden masivamente a sus trabajadores en aras de salvaguardar sus ganancias, reafirmando la acumulación de dinero como su único propósito.

El histórico desprecio a la salud de la población, permitido por décadas por una industria de alimentos construida sobre la desnutrición, cobra factura en las vidas de miles de personas con obesidad, diabetes, hipertensión y otras enfermedades que por primera vez dejan de considerarse normales ante el riesgo que representa su relación con el Covid-19.

Con el desempleo, la pobreza, la desigualdad y la violencia más evidentes que nunca, los actores, que tienen suficientes medios y recursos para contener la crisis, están jalando agua para su propio molino. Entre ellos destacan la mayoría de los gobernantes en turno y los partidos políticos a los que pertenecen, atrapados en una competencia de cinismo sin límites. Sin mucho esfuerzo por ocultarlo, la clase política-electoral ha terminado por hacer lo único que sabe hacer bien: medir todo lo que pasa a su alrededor en función de sus cálculos para las elecciones que se avecinan.

Presidentes, secretarios de estado, gobernadores, legisladores, dirigentes y toda clase de operadores políticos construyen su quehacer cotidiano en torno a una idea: ganar o mantener el poder a toda costa. Si sus actividades se ajustan con alguna posibilidad de mejorar los lugares en los que gobiernan o las instituciones que dirigen, está bien. Si no, despliegan un pragmatismo desvergonzado que reinterpretan ideológicamente como la única manera de concretar sus proyectos de transformación o conservación de sus posiciones de poder.

El presidente está atrapado en una lucha con opositores -reales e imaginarios- que considera le pueden quitar el protagonismo. Dedica largas horas de su día a despotricar contra la prensa, los conservadores (en su mente, cualquier persona que no apoye a la 4T), el gasto público y -su nuevo enemigo- las instituciones autónomas, cuya existencia reconoce ni siquiera comprender del todo.

En los estados la situación no es mejor. Una revisión rápida de cualquier periódico local permite entrever que gobernadores y presidentes municipales de todos los partidos utilizan recursos y servidores públicos para posicionarse electoralmente o enfrentar a sus opositores, dejando en sus agendas poco tiempo para enfrentar las problemáticas que tendrían que resolver. Entre senadores, diputados federales y locales son más atractivas las acusaciones mutuas y las propuestas de ley electoralmente redituables que el trabajo en comisiones legislativas y el debate crítico.

Los partidos políticos, cuando no están enfrentándose a sí mismos por pugnas internas y desvío de recursos, construyen estrategias de oportunismo político contra sus enemigos, con posiciones ideológicas risiblemente camaleónicas. Así tenemos a uno que hoy se dice feminista, pero no apoya el aborto legal, a otro que demanda el Ingreso Básico Universal pero promueve la represión ilegal de manifestantes, y a uno más que anuncia alianzas con fuerzas políticas demostradamente corruptas en aras de conservar el gobierno.

Como sociedad, merecemos mejores representantes políticos. Pero no obtendremos lo que merecemos si no denunciamos y nos enfrentamos a las dinámicas de pragmatismo y maniqueísmo que operan en todos los niveles de acción gubernamental y electoral. Tanto los servidores públicos como los simpatizantes y militantes de los partidos deben de dejar de tolerar y promover la estupidez cotidiana de la mayoría de sus dirigentes y construir una discusión crítica sobre su capacidad de servir a las personas. Aunque sus trabajos o sus aspiraciones para un cargo público se vean afectadas.

El juego electoral y el poder que resulta del mismo siempre debe de ser un medio para la transformación, no un fin autoperpetuado. Eso se olvida muy fácilmente cuando todo se mide en votos y en disputas para las próximas elecciones. El problema es que muchas vidas se pierden por esas decisiones. Hasta que la lógica con la que operan los grupos político-electorales no se construya sobre cuestiones más prioritarias, no podremos aspirar a proyectos de transformación independientes de las aspiraciones de poder de quienes los ejecutan. Por ahora -parafraseando una frase de redes sociales- a lo mejor tenemos democracia, pero asintomática.

Corolario

Ayer se confirmó el feminicidio de la doctora Elizabeth Montaño, mujer trans que había desaparecido hace 10 días cuando se dirigía a su trabajo, en el hospital siglo XXI. Además de la práctica médica, María Elizabeth era defensora de los derechos de las personas LGBTIQ, especialmente en el área de la salud.

El asesinato de la doctora se da en un creciente contexto de transfobia en un país que siempre ha invisibilizado las violencias que sufre este sector de la población, históricamente vulnerada por luchar por el derecho a decidir sobre su identidad de género.

Aunque las expresiones transfóbicas son esperables desde los sectores más reaccionarios y conservadores, han surgido también algunos indicios de estas en movimientos sociales que aspiran a ser liberadores.

Ojalá que la indignación ante la ola de asesinatos que desde hace mucho tiempo sufren las personas trans, nos pueda recordar que hay que enfrentarse con firmeza a quienes piensan que hay que definir a las personas y sus espacios de lucha por lo que tienen entre las piernas.