Colima: la insoportable levedad de la justicia

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Es duro ver lo que le ha pasado a Colima de un tiempo para acá. Para quienes ahí crecimos, hoy solo queda el recuerdo de lo que hasta hace algunos años todavía era un lugar apacible y seguro, en dónde se podía transitar y respirar con relativa libertad. Hoy, el estado ocupa los reflectores nacionales por eventos cada vez más violentos, como los dos desarrollados en la última semana: la confirmación del feminicidio de Anel Bueno, diputada local por Morena, y el asesinato de siete policías estatales que realizaban una extraña comisión de escolta en el estado de Jalisco.

La investigación de la desaparición de Anel Bueno estuvo llena de contradicciones. En cuanto conocieron del hecho, integrantes de la Fiscalía General del Estado presionaron indirectamente a medios de comunicación para que no publicaran nada sobre el secuestro, pues supuestamente tenían razones para creer que estaba viva y que cualquier información pública podría ponerla en mayor riesgo. La investigación no generó resultados las primeras semanas, y lo que al principio parecía una petición razonable para no interferir con las pesquisas, se fue revelando como una estrategia de la institución para no recibir presión pública para que hiciera su trabajo.

Incluso después de que compañeros de bancada y familiares de la diputada rompieron el silencio y solicitaron acciones más contundentes como la activación de la Alerta Alba, la respuesta de las autoridades fue más bien tibia, insensible y hasta sospechosa. El gobernador de Colima ni siquiera se molestó en pronunciarse hasta días después de que el asunto se volvió público, acusando entre líneas a sus opositores políticos de romper el silencio. El feminicidio de la diputada se suma a otros ocurridos en el año, manejados con la misma opacidad e ineficiencia.

En el caso de los policías asesinados, los eventos fueron tan herméticos como confusos.  Supuestamente fueron secuestrados mientras cumplían una comisión de la SSP para escoltar al municipio de La Huerta Jalisco, a unos empresarios mineros (¿de qué privilegios goza este negocio en el estado?) aunque después las propias autoridades jaliscienses dijeron nunca ser informadas del hecho, y hasta pusieron en duda la versión de que el secuestro se había producido dentro de Jalisco, pues no había pruebas materiales o testimoniales que la respaldaran.

Poco después, se filtró la información de que uno de los civiles secuestrados al principio (que luego estuvo en el grupo de los liberados) era hermano del diputado local del PRI, Rogelio Rueda Sánchez. Por otra parte, no se ha aclarado que grado de involucramiento tuvo el entonces Secretario de Seguridad Pública en la investigación de la desaparición, ni la razón por la cual se tardó tantas horas en solicitar apoyo de otras fuerzas de seguridad para emprender la búsqueda de los policías privados de la libertad. Todo huele a que no se está diciendo ni la mitad de la historia.

Tan pragmático como siempre, el gobernador se lavó las manos sobre su responsabilidad en los asesinatos de la semana (y en los tres mil que van en su sexenio) y le pidió la renuncia al mencionado titular de la SSP, anunciando una investigación interna exhaustiva para dar carpetazo al asunto. Jurando un desconocimiento de los hechos para salvarse de la presión pública, Nacho confirmó su ignorancia sobre lo que está sucediendo con este y otros eventos violentos que afectan a cada vez más personas en Colima.

En materia de seguridad, el gobierno de Ignacio Peralta ha sido un tremendo fracaso. No hay nada que simbolice más las enormes contradicciones de su gobierno como aquel eslogan de campaña (“Vas a vivir feliz. ¡Seguro!”) con el que hace algunos años ganó las elecciones. Nacho llegó al cargo bendecido por la “tecnocracia” peñanietista que en 2015 aún mantenía control político sobre gran parte del país, impulsado por las redes clientelares y corporativas del PRI local y sus aliados, y engrandecido con una supuesta imagen de estadista en medio de promesas para reducir la creciente criminalidad en Colima.

Ni la maestría de la Universidad de Essex ni la grandilocuencia discursiva del político permitieron disipar los hechos funerarios que se incrementaron escandalosamente una vez iniciado su gobierno, el cual hoy en día mantiene el primer lugar nacional en homicidios dolosos como principal indicador del fracaso de sus estrategias de seguridad. Actualmente, Nacho dedica sus días a realizar turismo político junto con otros narcogobernadores para tratar de generar una corriente opositora al presidente, proyecto en el que ha puesto las esperanzas restantes de su menguada carrera política.

A estas alturas, ni siquiera una improbable dimisión del gobernador contribuiría por si sola a la contención de la violencia en el estado. Es impostergable reestructurar por completo la estrategia de seguridad actual, tan opaca como inefectiva. Transparentar la actuación de la Fiscalía General del Estado, someter a controles ciudadanos las decisiones de seguridad pública, prohibir la discrecionalidad en el uso de elementos de la Policía Estatal, y recuperar la acción de la Comisión Estatal de Derechos Humanos -actualmente en manos de un personaje estéril- son algunos de los primeros pasos que se deberían tomar a este respecto.

En estas circunstancias, les corresponde a las y los colimenses afectados por el creciente número de asesinatos, desapariciones, feminicidios y secuestros, exigir paz y justicia. El retorno del estado a su histórica tranquilidad no podrá ser proporcionado por alguna fuerza política que lo prometa en las próximas elecciones, sino que tendrá que ser construido desde la participación y presión del pueblo organizado. No queda de otra.

Corolario.

Un vergonzoso asesinato ha impulsado la indignación política de parte del pueblo de Jalisco, que comienza a ponerle un hasta aquí al experimento fascistoide que Enrique Alfaro emprendió en el estado hace un par de meses, con la excusa de la contingencia sanitaria. El gobernador por Movimiento Ciudadano (y virtual candidato presidencial de este partido en 2024) no dudo en sugerir en repetidas ocasiones a los ediles municipales de Jalisco a hacer valer las medidas de prevención sanitaria por todos los medios necesarios, hecho que tuvo eco entre policías de Ixtlahuacán de los Membrillos, quienes hace un mes se vieron involucrados en la desaparición forzada y homicidio de Giovanni López, un joven albañil presuntamente detenido y torturado por no utilizar cubrebocas.

Enrique Alfaro es otro de los gobernadores que dedican su tiempo a presentarse como supuestos opositores al gobierno federal, generando con frecuencia acciones de gobierno más orientadas a la promoción electoral y a la disputa política que a las necesidades de las y los jaliscienses. El oscuro personaje político ha sido señalado por presuntos nexos con el narcotráfico, y en 2018 incluso logró censurar por la vía judicial un reportaje de la periodista Anabel Hernández, en donde esta supuestamente aportaba pruebas para respaldar sus vínculos criminales.

En el contexto de la pandemia, el gobernador de Jalisco presume el comparativamente bajo número de contagios por Covid-19 en su territorio, pero guarda silencio sobre la crisis de seguridad ocasionada por la disputa que los principales cárteles del país desarrollan en el estado por el control de negocios ilícitos. Los narcos han fortalecido su presencia en la región gracias a corruptas alianzas con gobiernos y policías locales, las cuales, como en el caso del homicidio del joven albañil, violan la ley de manera constante con total impunidad.

Ojalá que las protestas virtuales y presenciales que habrán de desarrollarse en estos días -en respuesta a lo ocurrido a Giovanni López- permitan evidenciar el verdadero rostro del gobernador de Jalisco, hasta ahora respaldado por sectores sociales conservadores que han aplaudido y demandado una mayor presencia de acciones de represión policiaca en el estado, cuestión que a Enrique Alfaro le ha caído de perlas para legitimar el abuso de autoridad como forma de gobierno predilecta.