Hacía un viento poderoso. Lo sentí al llegar. Empujaba con fuerza mi cuerpo y helaba la cara. Me puse la chamarra y encima el impermeable. La lluvia que caía era de esas aguas que no se siente que mojan, de tan licuadas, pero que calan hasta los huesos cuando estás el tiempo suficiente en la intemperie. Nos miramos unos a otros. Habíamos dicho que caminaríamos hasta la roca rajada, aunque el tiempo no parecía querer darnos permiso. Nos hacía dudar. La neblina era densa. No se veía mas allá de un brazo. Aun así, andamos. Algunas se quedaron en la entrada. Los demás, hicimos camino. Cruzamos la ladera, con el viento que nos empujaba a quiensabedonde y la lluvia en la cara. Algunas personas empezaron a temblar. La gente de El Salvador, dicen, no compra abrigos gruesos, porque el clima no lo amerita. Siempre hace calor. Aquí no. Aquí siempre hace frío, más ahora que estamos en primavera. Por eso tiemban. Los abrigo no son tan gruesos como debieran. El frío y la niebla no nos deja avanzar. Nos hace dudar. Yo pienso ¿tomamos la decisión correcta? Pero no digo nada y sigo caminado detrás de guía, que nos conduce a un costado de la montaña, por donde debemos de seguir.
Apenas pasamos una especie de puerta de madera en el campo y el clima cambia. Es como si entráramos a otra dimensión. El frío se calma, la niebla se despeja. El viento se quedó en la ladera. Ahora no hace igual de frío. Hay lluvia y humedad, pero el bosque se ve en todo su esplendor.
Árboles milenarios nos muestran su belleza. Las orquídeas crecen por montones en cada árbol. El musgo los arropa, como si fuera un vestido verde que ha cubierto sus troncos añosos y les da un olor a verde.
Las gotas de agua son más grandes aquí, aunque más dispersas. Las hojas las detienen y las juntan antes de caer. Hay grandes charcos de agua en el sendero resbaloso, que entretejen las raíces de los árboles, haciendo escalones que hacen más segura la subida. Mi corazón late con fuerza por el esfuerzo y la altura; y me gusta. Me siento viva y sigo caminando. Soy la última del grupo, pero no importa. Me gusta ir tomando fotos, sin la presión de los de atrás, apurándome el camino.
Por aquí, las orquídeas, por allá, los helechos gigantes y de muchos colores, por el otro lado, árboles caídos, con las raíces al aire. La tierra mojada despide su olor a mañana.
Me dan ganas de tocar los árboles, así que me quito los guantes. Siento el frío y la humedad. Cierro los ojos. Huele a paz, a pasos olvidados. Escucho el silbido del viento entre las ramas. Las hojas hacen música con su propio movimiento. Cuentan historias de otros tiempos en un lenguaje que no descifro, pero que entiendo, porque no intento comprenderlo, sino sentirlo, como se siente la historia de la tierra: con todos los sentidos. Doblo las rodillas y toco la tierra mojada. Mis manos se llenan de ese olor a chocolate con agua, como el que hacía mi abuela Lola, cuando la visitábamos por la Colón, en Villa de Álvarez.
Con esos recuerdos estoy lista para seguir mi camino. Es el regalo que el bosque me ha dado. Me siento contenta. A veces hace falta hacer un alto y darle su lugar a lo que de verdad importa en este mundo.