En el cine de acción estadounidense, las representaciones de México son las de una tierra sin ley de tono sepia, donde cada nivel gubernamental es una estructura corrupta e incapaz de ejercer verdadera autoridad, la pobreza es la realidad diaria de la mayor parte de la población y la violencia pende cual espada de Damocles sobre la cabeza de todos. A esta semana solo le falta el filtro sepia para convertirse en una mala película de acción donde algún gringo baja a resolver todo a balazos y one liners.
La Comisión Nacional de los Derechos Humanos fue tomada por colectivas feministas que expresan la impotencia que sienten millones de mexicanas diariamente ante la violencia de género. En lo que podría ser el evento político más relevante del 2020, las ocupantes del edificio le gritan a un país cuya sociedad e instituciones no se toman en serio el problema que representa la desigualdad de género y la violencia contra las mujeres. Para una parte de nuestra sociedad, tomar en serio el problema significa reconocer que todo el aprendizaje cultural que han desarrollado durante años y les sirve como mecanismo para interpretar la realidad es una de las causas que normalizan la violencia contra las mujeres, por lo que son cómplices silenciosos. Para otra parte, compuesta exclusivamente por los hombres, significa que tenemos que colaborar en derribar un sistema que nos beneficia a costa de cerrar oportunidades y causar sufrimiento a mujeres; significa aceptar que todos somos victimarios que hemos ejercido y seguimos ejerciendo violencia, en ocasiones voluntaria, en ocasiones no intencional.
Además de la condición social, está la resistencia desde el poder. La ocupación podrá representar un estallido de hartazgo contra la falta de políticas para reducir la violencia de género por parte del gobierno federal, pero no debemos olvidar que los gobiernos estatales y municipales también tienen una responsabilidad muy importante en permitir que la violencia se propague. Al final del día, las condiciones que facilitan la violencia y fomentan la impunidad se crean, toleran y reproducen en lo local.
En Chihuahua, la situación parece libreto de historia apocalíptica. Campesinos se enfrentaron a la Guardia Nacional por el agua contenida en una presa, que, aunque vital para ellos, está comprometida para ser distribuida en ciudades de Estados Unidos por un tratado internacional de uso conjunto de aguas que atraviesan los dos países. Mientras escribo esta columna, se han reportado dos muertos y heridos en una situación donde la Guardia Nacional participó, pero las circunstancias precisas no son claras. Lo que pasó en Chihuahua parece un siniestro augurio de un futuro no tan lejano, en el que la crisis climática golpeará con especial crueldad a nuestro país, pues los servicios públicos no tienen cobertura universal ni se caracterizan por ser particularmente eficientes o sustentables.
A nivel nacional, nos enfrentamos con la tragedia de las muertes a causa del coronavirus. Las malas condiciones estructurales del estado de salud mexicano, los servicios deficientes de seguridad social y una economía que jamás se terminó de consolidar se sumaron a una política de control del virus que no generó incentivos reales para quedarse en casa y no realizó un seguimiento sistemático de los primeros casos. Han pasado alrededor de 200 días desde que empezó la Jornada Nacional de Sana Distancia, en los cuales han muerto más de 60,000 mexicanos, lo que pone a la situación en el escenario catastrófico que mencionó López-Gattel en los albores de la crisis.
Hay algo importante que tenemos que aprender de estos tiempos convulsos que estamos viviendo: necesitamos una forma nueva de hacer cosas públicas. Todos los problemas arriba mencionados, así como muchos otros que por espacio o ignorancia dejo fuera, pueden tratar de mitigarse mediante intervenciones públicas. Sin embargo, para que las intervenciones públicas funcionen, necesitamos reencarrilar todo el desbarajuste que representa la colectividad mexicana. Tenemos que empezar a asumir los problemas nacionales como cosas complejas, que requieren soluciones creativas, medibles y orientadas a largo plazo. Pero para lograr eso, necesitamos apostar por gente que crea en hacer mejores diagnósticos e implementar mejores herramientas para generar resultados.
Y sobre todo, tenemos que cambiar los liderazgos que valoramos. De nada sirve tener gente preparada, honesta, o calificable de cualquier adjetivo bonito, si no está dispuesta a debatir y a responder con argumentos que puedan sostenerse en evidencia. Y de nada servirá tener gente que esté dispuesta a debatir y argumentar si no inclinamos nuestras preferencias electorales ante quien pueda fundamentar sus promesas en argumentos y realidad.