En mayo, el subsecretario de Salud, zar del coronavirus y prácticamente sex symbol del gobierno federal presentó en su conferencia de la tarde un mapa con los 300 municipios de la Esperanza en México. Un mes después, solo en 60 de esos municipios seguía viva la Esperanza, mientras que el resto se infectaba conforme se intentó reactivar de manera paulatina las actividades económicas.
El escenario no luce esperanzador en este momento. 36 mil mexicanos han muerto oficialmente de coronavirus, un número que ya excede los homicidios dolosos del año pasado. Además, están los muertos indirectos del coronavirus, todos aquellos que decidieron no acudir a hospitales por miedo a contraer el virus y murieron por falta de atención adecuada, o los que sí fueron a hospitales y no recibieron atención porque la prioridad es la pandemia.
El problema está creciendo, a pesar de que nos digan que “ya pasó lo más difícil” y que “la pandemia está domada”. ¿Por qué está pasando esto? La respuesta fácil es que la gente es irresponsable, explicación que han compartido en mayor o menor medida el gobierno federal, los gobiernos estatales y una buena parte de la población general.
El presidente de la república señaló en alguna mañanera que “desde el inicio no hemos utilizado medidas de prohibición, hemos buscado siempre convencer, que sea voluntario; ahora que se va a iniciar, ya comenzó el proceso de reapertura hacia la nueva normalidad, lo mismo, que no sea la autoridad, sino que cada uno de nosotros podamos actuar con libertad”; algún gobernador culpó de la falla de las medidas a los “pendejos que siguen sin atender”; y las redes sociales exhiben cada día a algún nuevo “covidiota”, que irresponsablemente nos pone a todos en peligro por no cooperar para cuidar la salud colectiva.
Aunque los tonos son diferentes, el fondo del mensaje es el mismo: los planes funcionan porque la gente coopera, y fallan porque la gente es irresponsable. No pretendo quitarle responsabilidad al individuo, pues es lógico que la suma de las acciones personales resulta en el éxito o fracaso de la estrategia sanitaria. Pero hay algo que debemos cuestionarnos: ¿en verdad somos un país lleno de covidiotas, o algún otro motivo explica la “irresponsabilidad individual”?
Creo que dos factores explican la proliferación de la irresponsabilidad individual: la falta de políticas de Estado frente a la pandemia, y la ausencia de incentivos para seguir las diferentes políticas de gobierno que se generaron en torno al coronavirus.
Durante la pandemia no hemos tenido políticas de estado. A pesar que los gobiernos municipales, estatales y el gobierno federal han articulados sus respectivas políticas de gobierno, sus intentos para coordinarse entre ellos y articular una respuesta conjunta de carácter técnico (es decir, una política de estado) no sucedieron. De hecho, sus actuaciones convirtieron lo que debió ser el manejo de una crisis con resultados mortales en una oportunidad para confrontación y sabotaje. Algunos gobernadores llamaron ineptos a los encargados sanitarios del gobierno federal, otros mintieron llanamente sobre la situación en su estado, y las autoridades federales lanzaron sutiles descalificaciones hacia los gobiernos estatales que, aunque suaves, fueron leña al fuego de la polarización.
Además, las autoridades de los diferentes niveles de gobierno aprovecharon para darle un aspecto político al manejo de la pandemia, pues el tono de las confrontaciones entre los estados y la federación fue para “demostrar que, a diferencia de los otros, el gobierno que encabeza mi facción si sabe hacer las cosas”. El resultado de este escenario fue una creciente desconfianza ciudadana en las diferentes políticas de gobierno, lo que se traduce en desincentivos para seguir recomendaciones específicas, pues ¿Exactamente a que se le tiene que hacer caso, entre las recomendaciones a veces contradictorias de múltiples autoridades, que además se descalifican en lugar de coordinarse?
Junto a la falta de políticas de Estado para hacer frente a la pandemia, hubo otro factor muy importante que llevó al escenario en el que estamos hoy: la falta de incentivos para quedarse en casa. A pesar del riesgo sanitario, un segmento bastante importante de la población no puede darse el lujo del confinamiento, ni de realizar gastos en cubrebocas desechables y gel antibacterial porque o bien viven en situación de pobreza o sus trabajos no son suficientes para cubrir otros gastos más allá de los que ya tienen. Lo adecuado habría sido lanzar políticas específicas de apoyos en especie y subsidios económicos para evitar que la población en pobreza o en la informalidad sufriera de manera desproporcionada los efectos de la contingencia sanitaria, pero eso no ha sucedido.
Los “covidiotas” no son idiotas en absoluto, de hecho, podríamos decir que actúan de manera bastante racional. Quienes necesitan salir a trabajar para pagar la comida y las cuentas lo seguirán haciendo, porque con o sin coronavirus siguen comiendo, y no recibieron apoyos especiales. Quienes nos parecen inconscientes probablemente actúan así porque su contexto es el de enfrentamientos y falta de coordinación entre autoridades que resta seriedad a las medidas sanitarias. La conclusión a la que llegan es perversamente lógica: si ellos no se ponen de acuerdo, seguramente no es un problema tan grave como para cambiar mi vida.