Reyes y leyes

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La eterna pregunta de las ciencias sociales es cómo construir mejores gobiernos.

Maquiavelo, contrario a la creencia popular, escribió en sus discursos que para defender a la libertad y el bienestar general se necesitaba un gobierno de ciudadanos con excelente calidad moral. David Hume, por el otro lado, creía que solo los ingenuos confiarían en la buena voluntad de los gobernantes, pues tarde o temprano serían presas de voluntarismos, caprichos o arbitrariedades.

Hume estaba convencido que una república debía ser capaz de soportar hasta al peor de los malvados mediante leyes e instituciones sólidas que funcionaran como mecanismos de control. Atinadamente observó que las instituciones son parte fundamental del buen funcionamiento político de cualquier estado, y por lo tanto de la calidad de vida de los habitantes del estado.

Aparentemente, el tiempo se puso del lado de Hume. Acemoglu y Robinson encontraron que los países altos indicadores de desarrollo humano, respeto por los derechos humanos y desarrollo económico tenían instituciones incluyentes, transparentes y orientadas al cumplimiento de la ley; mientras que los países con bajos indicadores de desarrollo humano, violación de derechos humanos, corrupción y bajo desarrollo económico tenían instituciones excluyentes, extractoras de rentas, opacas y con nula rendición de cuentas. Aunque su investigación es interesante, adolece de un punto fundamental: no logra explicar cómo surgen dichas instituciones, o que componentes las vuelven funcionales en un entorno y en otro son elementos cooptados por gobernantes malvados.

Por suerte, Bueno de Mesquita, Smith, Siverson y Morrow se hicieron esa pregunta. ¿Por qué en algunos lados el gobierno está en manos de élites corruptas y represoras, mientras que en otros se consolidan repúblicas? Para ellos, la respuesta se encuentra en la proporción de ciudadanos capaces de influir en el gobierno y en los arreglos institucionales que les permiten influir en el gobierno. Indudablemente hacen falta leyes claras e instituciones bien diseñadas para volver operativo el control a los gobernantes, pero si las personas que pueden exigir cuentas son pocas, las instituciones serán inservibles.

México tiene problemas estructurales severos. El diagnóstico de López Obrador respecto a muchas instituciones del país no es errado, pues como señaló Mara Gómez en su renuncia a la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas, esa institución, seguramente como muchas más, es presa de grupos de interés que pervierten sus objetivos para convertirlos en instrumentos de extracción presupuestal y negociación de cotos de poder. Un escenario así solo incentiva a las élites a negociar entre sí mediante estrategias de conquista de espacios, dejando de lado el servicio a los ciudadanos.

Sin embargo, la propuesta de solución que hace el presidente no es lo que necesitamos. Desaparecer las instituciones no va a mejorar la situación, sino que creará más condiciones para que el gobierno actúe sin contrapesos, sometido a los designios de la voluntad sentada en la silla del águila. Si todo lo demás se mantiene constante, el fin de esas instituciones terminará con espacios que exigen cuentas a la actuación presidencial, por lo que se profundizarán los problemas de actuación arbitraria y falta de incentivos para políticas públicas adecuadas.

Concuerdo en que hacen falta reformas a instituciones clave de México, pero no con el objetivo de destruirlas, sino de mejorar el modo en el que rinden cuentas a la ciudadanía. El reto es enorme, pues hay resistencias severas ante cosas tan simples como ofrecer los fundamentos en los que se basan las declaraciones de servidores públicos; dar cuenta simple y precisa del uso del dinero público; o incluir a personas que no sean parte del 2% más rico del país en los mecanismos de toma de decisiones.

A la par, se debe trabajar fuertemente para incrementar la participación ciudadana, pues sin ello jamás habrá buenos resultados. Los mecanismos de rendición de cuentas son inútiles si la gente no los conoce, no se interesa por ellos o no los puede usar. A 20 años de la “primer transición”, las tareas pendientes siguen. Las instituciones que deberían empoderar a los ciudadanos no lo hacen porque no han sabido (o querido) ponerse a su disposición. Mejoremos las instituciones, para que le den poder al individuo.