El reino del mal

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Recibimos junio con la siguiente estampa: siete policías brutalmente asesinados y el descubrimiento de una fosa con tres cuerpos, entre ellos el de Anel, una diputada que tenía cinco semanas desaparecida. De acuerdo con el promedio mensual de homicidios de este año, al finalizar el mes tendríamos que sumar unos cincuenta cadáveres más. Así pasan los meses en Colima.

Hace diez años se comenzaron los asesinatos por decenas. Hasta mediados del 2010 no había más de diez homicidios al mes, y de pronto se registraron veinte. En el 2015, casi al mismo tiempo que los candidatos a gobernador ofrecían seguridad, Colima destacó entre las demás entidades del país y se puso en el primer lugar de víctimas de homicidios por cada cien mil habitantes. Hasta la fecha, nos mantenemos como líderes del ranking.

Los números son fríos, pero las historias parecen igual de indiferentes. Cada año hay marchas, plantones, gritos de auxilio, escenas de exabrupto en las sedes de gobierno. Así como un grupo de personas marcharon exigiendo justicia por Anel, también lo han hecho por estudiantes como Andrea, por niñas desaparecidas como Naomi o por sacerdotes asesinados en su propio templo, como José. Y siempre, siempre hay quien hace pública su falta de empatía con argumentos de sabiondo.

Hace siete años se contaron como 10 mil personas marchando en el centro de la ciudad pidiendo paz, convocados, la gran mayoría, por los representantes de la iglesia católica. No faltó quién despreciara sus intenciones. En Tecomán, familiares de una niña desaparecida irrumpieron en el palacio municipal para exigir una justicia expedita, y sin importar su dolor fueron tachados de irresponsables y salvajes. Los familiares de desaparecidos que buscan fosas no son más que ingenuos exponiéndose al riesgo.

El principio de que cualquier vida humana es valiosa no sirve para explicar la tragedia local. Son muy pocos los que merecen la etiqueta de “víctima” y peor aún, casi nadie está habilitado para hacer llamados de atención. La espiral de violencia en nuestro estado parece ser una normalidad que nos tocó vivir como por castigo divino, como si fuéramos espectadores de un karma del que no somos culpables. Lo que para otros podría ser terror, para los locales es una manifestación de justicia impía.

Los secuestros, los asesinatos, las escenas brutales de violación de la humanidad pertenecen al mundo de los malos, solo alcanzan a quienes están metidos en problemas, a quienes se relacionan con el narco por trabajo, por negocios, por política, por vínculo familiar, sentimental o sexual. Quizás algunos, como el sacerdote José, pueden escapar a estas justificaciones, pero las víctimas que no tienen hábito, las que nos llegan por terceros, se van acumulando en un relato de normalidad, como desecho de una sociedad que está purificándose.

Ganó el mal. Presenciamos un espectáculo de brutalidad que enfrentamos con muy poca empatía. Estamos en una película de gangsters donde los de arriba pactan, traicionan, hacen negocios y gana el más inteligente, el que tiene más dinero o el que corrió con la mejor suerte. Pero a nuestra película le faltan justicieros y héroes. No sirve de nada votar, no sirve de nada marchar, tampoco sirve organizarse con pico y pala para buscar fosas, mucho menos para controlar la corrupción de los ministerios públicos y procurar la justicia. No podemos hacer más que observar, portarnos bien, y quizás, juntarnos con las personas correctas.

Pocas respuestas nos ha dado el Estado. La espiral de violencia de Colima se enmarca en tres presidentes, dos gobernadores, decenas de alcaldes y quién sabe cuántos fiscales, secretarios, directores y jefes de policía. Se construyó un C4, se instalaron cámaras, se militarizaron policías, vinieron la Marina y el Ejército, luego volvieron con el nombre de Guardia Nacional ¿Estaríamos peor sin todo ese despliegue de recursos? ¿No es una respuesta así de épica la que se necesita para enfrentar al mal?

Más allá del heroísmo en las consignas, pienso en quienes cargan con los costos de organizarse para intentar hacer entrar en razón a funcionarios públicos, para buscar fosas, para impulsar una reforma legal o despertar la sensibilidad de un representante popular. Aquí no hay épica, pero tampoco una teodicea resuelta a favor del mal, simplemente son ciudadanos procurando soluciones muy concretas para reparar el sentido de valor de la humanidad, algo que parece que hemos perdido en nuestra tragedia.