El proceso de elección del titular de la Comisión Estatal de Derechos Humanos está entrampado. La falta de un acuerdo en el Congreso tiene que ver con disputas entre grupos políticos, poca disciplina de algunos legisladores y quizás falta de oficio de quienes operan las negociaciones. El problema es político, aunque en el discurso parece que la solución sea encontrar un perfil idóneo.
Imaginemos un escenario ficticio. Digamos que el grupo político A quiere impulsar a Rogelio, mientras el grupo político B prefiere a Ariana. Ninguno de los dos grupos tiene, por sí solo, capacidad de generar la mayoría necesaria para que gane su candidato. En este escenario resulta muy importante tener argumentos convincentes sobre quién es el mejor candidato, para poder conseguir el apoyo de legisladores indecisos, así como de grupos de presión que tienen capacidad de influencia (es un escenario ficticio donde podemos imaginar que no existen moches).
Si pasamos del escenario ficticio a lo que sucede actualmente, uno de los argumentos de cierto grupo es que el perfil ideal debe acreditar un título académico de abogado, y para validar este razonamiento se remiten a la norma que establece, que, para aspirar a dirigir la CEDH se necesita un título de abogado o similar ¿Por qué necesariamente debe ser abogado? ¿Qué podemos entender por similar?
Aquello que representa un buen perfil o no, es un asunto ambiguo y con altas dosis de subjetividad. Mientras para mí un perfil idóneo significa un activista, para otros se trataría de un académico, y para algunos más, de alguien con trayectoria en la administración pública. Para resolver este dilema, hace tres legislaturas se inventaron las comisiones ciudadanas de vigilancia, que no solo sirven para verificar que los procesos sean transparentes, sino que pueden ayudar a generar un consenso en torno a la idoneidad de los candidatos.
Curiosamente, en este caso, dicha comisión ha servido para insertar más ruido que facilidad de consensos, aunque ha sido la más completa y disputada desde que se inventaron. Los participantes fueron electos por una convocatoria más o menos abierta, aplicaron un cuestionario a los candidatos y los evaluaron de acuerdo a criterios que se hicieron públicos.
El problema es que la comisión de ciudadanos, después de evaluar a los candidatos, construyó una terna con los perfiles idóneos, pero la terna que se presentó a votación no fue la misma. Se podría decir que los legisladores encargados del proceso no hicieron caso de las recomendaciones de los ciudadanos, pero los diputados no están obligados a acatar el juicio de nadie para tomar esta decisión ¿pero entonces para qué se les permite a los ciudadanos emitir evaluaciones?
El asunto no es que algunos diputados pretendan imponer su preferencia política frente a las evaluaciones técnicas de los ciudadanos, pues sus juicios están lejos de ser objetivos: ¿Cómo se diferencia un liderazgo de diez respecto a uno de ocho? ¿Cómo se evalúa la motivación de un aspirante? ¿Es correcto evaluar la experiencia a partir de los años de trabajo? Los ciudadanos de la comisión no aplican exámenes tipo Ceneval, se trata de entrevistas orales, que pueden durar veinte minutos o pueden durar cuarenta. El criterio del entrevistador es lo que prima.
No es que sea imposible tener un perfil idóneo, pero su definición no es independiente de consensos políticos. Que sea abogado, activista, hombre o mujer, es parte de las justificaciones que pueden validar y legitimar una decisión que recae en las fuerzas políticas con representación en el Congreso, y es el consenso político lo que tendría que destrabar una decisión por ahora pausada. Pero si las mismas fuerzas evitan la negociación para buscar imponer su preferencia a partir de criterios aparentemente no políticos, seguirán enfrascados, y en el mejor de los casos, producirán una decisión con muy poca legitimidad.