Polémica presidencial. Frustración democrática

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AMLO propuso rifar el avión presidencial y puso a volar la imaginación de miles de mexicanos. No era para menos.

¿Fue una ocurrencia irresponsable o una provocación estratégica? Eso depende de la interpretación de quien juzga, a menos que tengamos una declaración de verdad hecha por el propio presidente. Lo cierto es que, como muchas de sus declaraciones, el tema se instaló en la discusión pública como una señal de carretera que es difícil de ignorar.

La tónica de la comunicación política de López Obrador como presidente parece ser la polémica constante, pero la polémica depende de que existan visiones encontradas, no solo de un loco agitador.

Por eso creo que quienes equiparan las mañaneras de AMLO con un púlpito tienen una interpretación incorrecta. Más que una tribuna, se parecen a una plaza pública; han servido de exposición a rockstars como Jorge Ramos, han sido espacio de resonancia para voceros de organizaciones sociales y hasta plataforma de lucimiento personal para columnistas.

Aclaro que estoy arrojando luz sobre un aspecto de la comunicación política de AMLO que es poco destacado. Estoy consciente de que el presidente tiene una posición de poder, y por lo mismo, los exabruptos y reclamos hacia el gremio periodístico, y en general, hacia sus detractores, son poco deseables para el ideal de diálogo público.

Pero hagamos un poco de memoria ¿Cuándo ha sido tersa la relación entre un presidente y sus críticos? La exposición pública de AMLO es mucho mayor a la de sus antecesores, y su personalidad también es distinta, pero hacer de esto el centro de la reflexión es otorgarle a López Obrador una centralidad que no tiene. 

En las condiciones actuales el presidente no controla, ni puede controlar, la narrativa pública. Todos los días de su mandato se ha enfrentado a protestas y reclamos de distintos sectores sociales; una buena parte de la élite opinóloga (ahora incluidos youtubers y otros influencers) está alineada en un ejercicio constante de reprobación; y ciudadanos que poco tienen que ver con el mundo de lo público pueden convertirse en íconos de resistencia a las decisiones de AMLO, como el piloto del avión que cuestionó suavemente la cancelación del aeropuerto de Texcoco.

Todos estos episodios son ejercicios de oposición política, no en el sentido de una competencia por el poder, sino como una manifestación de desacuerdo y rechazo al gobernante.

En las mañaneras muchos de los reporteros cuestionan narrativas y cifras oficiales, reclaman usos del lenguaje, contraponen versiones de hechos. Pero en todo ello hay algo riesgoso: si la tarea de ejercer oposición recae más en los periodistas o los influencers que en los legisladores o líderes de otros partidos, entonces la polémica pierde capacidad de ser productiva para lo que imaginamos como democracia. 

La clase política tiene muy poca legitimidad, y probablemente por eso es que otro tipo de actores tienen mayor capacidad de hacer resonar su voz en las mañaneras, en programas de radio y televisión, en YouTube, Twitter o Facebook. Pero ellos no tienen una responsabilidad política frente a la ciudadanía que dicen representar.

A estas personas les puede preocupar su reputación y pueden tener muy buenas intenciones, pero antes que eso está su fama, los intereses del corporativo donde trabajan o su propia ideología. A diferencia de los políticos profesionales, no le deben cuentas al pueblo. No responden a la ciudadanía, responden a una audiencia bien definida.

Los ejercicios de comunicación del presidente no polarizan, pero tienen resonancia en un espacio donde se está a en contra o a favor, y donde los protagonistas de la palabra pública tienen poco acceso a espacios de influencia y poder para hacer de la polémica un ejercicio con consecuencias prácticas en la trama del Estado. Lo que AMLO comunica o no es poco relevante, lo importante es dónde, a través de quién y cómo resuena. En las condiciones actuales, parece que solo se reproduce frustración.