Hace un par de días me encontré con un reportaje que describe cómo la esperanza de vida está asociada al lugar de residencia. Un estudio detectó que el 5% de hombres con menos ingresos en Nueva York, viven cinco años más que sus iguales en Indiana.
El mismo día que leí este reportaje, un fuerte sismo sacudió a Ecuador. El epicentro fue en la costa del país, una de las zonas con más condiciones de marginación y pobreza para los pobladores. La mayor condición de la tragedia no es sólo ser el epicentro, sino ser pobre.
Los muertos y la destrucción material que circulan en las noticias, son imágenes de lugares en la costa ecuatoriana, zonas que hace unos meses sufrieron fuertes inundaciones y daños en la infraestructura a causa de las lluvias. La tragedia por definición es súbita, pero tiene condiciones de posibilidad.
Si yo salgo de mi casa en Quito y recorro las calles, no podría creer lo que publican los noticieros, pareciera que hablan de otro país. En la capital pareciera que todo fue un susto, la normalidad continúa sin mayores contratiempos. Pero a unos kilómetros de distancia, la destrucción alteró la vida cotidiana.
¿Cuánto tardará la vida en normalizarse después de perder familiares, amigos, o patrimonio? ¿Cómo cambia esto las condiciones de ingreso y el lugar en dónde vive la gente?
No es lo mismo vivir en una zona privilegiada que en un asentamiento precario. Casi nunca tenemos en mente las diferencias que existen dentro de un país, dentro de un estado y hasta dentro de un municipio. Parafraseando el libro de Therborn, lo que mata es la desigualdad.